De verdad, madre, que no la entiendo. No sé a qué viene ahora el pedirme eso. ¡Que espíe a mi padre! ¿Por qué? ¿Qué cree que va a conseguir con eso? ¿Tanto se aburre en el pueblo? Mi madre, encendida de ira, me cruzó la cara de un bofetón. Todavía me acuerdo del escozor de mi piel y de la rabia contenida en los dedos de mis manos. Mi madre acababa de romper con la imagen de santa y mártir que yo tenía de ella. Ella que a sus dieciocho años se casó con un hombre veinte años mayor, rico, eso sí, pero mujeriego y pendenciero como él solo. Ella que jamás dio un disgusto a sus padres, los dos maestros del pueblo, que vieron cumplidas sus ansias de prosperar cuando ese hombre, que acabó siendo mi padre, le pidió la mano de su hija porque acababa de perder a su segunda mujer de parto y, al quedar viudo nuevamente, necesitaba una buena mujer que asumiera el papel de esposa en su casa y criara a sus ocho hijos, seis de un matrimonio anterior y dos del último, al tiempo que mantuviera el ímpetu y la fortaleza de la juventud para darle los hijos que Dios dispusiera. Ella que dijo sí a todo sin rechistar y que se hizo cargo de un marido, una casa y unos hijos que, aunque no eran suyos, los quiso como si lo fueran. Y allí estaba ahora, delante de mí, con su falda negra hasta las rodillas a modo de hábito y su blusa a rayas negras y grises, mirándome con esos ojos oscuros a juego siempre con el tiempo que nos había tocado vivir, un tiempo lleno de comodidades de puertas para afuera pero amargo e insípido cuando se traspasaba el umbral, repitiéndome una y otra vez que necesitaba que yo fuera sus ojos y sus oídos en aquella casa porque ella se estaba consumiendo a golpe de tic-tac.
Sin embargo, hacía tiempo que yo me dedicaba a estudiar mi carrera de maestra en la Escuela de Magisterio, además de disfrutar de las zarzuelas del Teatro Principal y de cuantas fiestas y jaranas hubiera en mis felices 20 sin preocuparme de nada que no fuera yo misma. Mi padre me dio la libertad de salir del pueblo, de sus calles llenas de iglesias y de los rumores constantes de unos habitantes provincianos y chismosos que andaban todo el día con que “si la fulanita, fíjate” o “el menganito, ¡qué barbaridad!” como única ocupación. Me ahogaba el olor a beata en cada esquina. Yo nunca iba a consentir que aquellas calles empedradas fueran mi mortaja mientras viera la adoración en los ojos de mi padre, porque en aquel entonces eso era lo que yo creía ver en él, y supiera que nunca sería capaz de negarme nada. Y no pudo negarse a que yo estudiara ni a que me fuera de allí, por más que me endosara a mi tía, la solterona tía Lola, como carabina a mis hermanos y a mí. No me importó compartir mi vida con mi tía y con las cada vez más frecuentes visitas de mi padre, que se presentaba en aquella casa con cualquier pretexto.
Nunca debí haberle hecho caso a mi madre. Nunca. Me apiadé de sus ojos, de su voz, de su sufrimiento sin pensar en mí. Su victoria fue mi fracaso. Nunca debí haberle hecho caso, me repito sin cesar desde entonces. Como tampoco debí haber abierto la puerta de la habitación de mi tía aquella tarde al volver de clase.
¿Algo viste en la habitación de tu tía que hubieras preferido no ver?
ResponderEliminar