Llegó la conversación y no hizo falta prepararse para la guerra porque enfrente no había enemigo. Solo encontré un hombre con sus miedos, sus fracturas y su destino. Ni rastro del dragón. El dragón habitaba en mi memoria infantil. Era la sombra del hombre que no me acunó por las noches y que exigía de mí la perfección que nunca he tenido, aunque aspirara a ella para complacerlo. Mantener una conversación sin las sombras, aquellas que poblaron diez años de convivencia llamada amor, es posible solo cuando tu dragón interior es tu aliado, no tu proyección a batir. Durante mucho tiempo he luchado contra mí a través del otro y nunca he logrado ver al otro porque él también estaba luchando contra sí mismo a través de mí. Las sombras tapan los corazones de los amantes y lo llamamos amor, aunque no lo sea. Nos conformamos con su sucedáneo en lugar de la honestidad de la palabra. El amor no es perderse en la proyección sino iluminarla. Ese ha sido, es y será mi trabajo, dejar que se alumbre el camino retirando cada uno de los velos con los que he construido el bosque. Y cuando lo hago la fuerza de lo oscuro viene a mí y trabaja a mi favor, se une al carro de mi dragón. Él ya sabe y también yo. Entonces me retiro y dejo que mi propio amor lleve las riendas de ese hermoso y único dragón. Y el milagro sucede.
miércoles, 13 de noviembre de 2019
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